Tras meses de preparación e ilusión, por fin llegó el momento de comenzar nuestro viaje a Hong Kong. Salimos desde Málaga con destino a Doha, donde haríamos escala antes de llegar a nuestro destino final. Sin embargo, un contratiempo inesperado nos obligó a cambiar de ruta: el espacio aéreo de Qatar fue cerrado de manera repentina, y nuestro vuelo se desvió. Perdimos casi un día entero entre reprogramaciones, incertidumbre y cansancio acumulado, pero nuestra determinación no se tambaleó. Como suele decirse, todo gran viaje comienza con una prueba, y esta fue la nuestra.
Finalmente, llegamos a Hong Kong de noche, con la ciudad brillando bajo nuestras miradas cansadas pero emocionadas. No queríamos perder ni un minuto, así que, después de un emocionante viaje en Taxi como una película de Kung Fu de los años 80, nos lanzamos directamente a conquistar una de las postales más conocidas de la ciudad: el Pico Victoria.
Al llegar a la cima, nos encontramos con algo inesperado: el mirador estaba prácticamente vacío. A nuestro alrededor, un silencio sereno envolvía el paisaje. La noche estaba envuelta por un aire tibio, casi húmedo, y caían unas finas gotas de lluvia que apenas se notaban sobre la piel, como un susurro. Caminé por la famosa calle de Lugard Road, un sendero que serpentea alrededor del pico y que ofrece vistas sencillamente espectaculares. Desde allí, la ciudad se abría como un abanico de luces flotando sobre la bahía: rascacielos relucientes, barcos cruzando el agua como luciérnagas, y el bullicio lejano amortiguado por la altura y la niebla ligera.
Fue un momento de absoluta conexión. Estar allí, después de tantos meses de preparación, con la lluvia suave, el calor nocturno y la inmensidad de Hong Kong a nuestros pies, fue profundamente simbólico. Una bienvenida silenciosa y mágica que marcó, sin duda, uno de esos instantes que se graban para siempre en la memoria.

El día siguiente lo dedicamos a aclimatarnos y a prepararnos para lo verdaderamente importante: nuestro primer encuentro con el Wing Chun en su lugar de origen. Por la tarde, nos dirigimos al barrio de Mong Kok, una de las zonas más vivas y auténticas de Hong Kong. Allí, en la parada de Prince Edward, nos esperaba un viejo amigo y maestro: Sifu John Wong, hijo de Wong Shun Leung. Fue un encuentro cargado de respeto, emoción y admiración mutua. Nos saludamos con una sonrisa y un fuerte apretón de manos, conscientes de que ese momento marcaba el inicio de algo especial.
Después del reencuentro, fuimos a cenar juntos a un pequeño restaurante especializado en fideos de wonton. En ese local modesto pero lleno de historia y sabor, pudimos disfrutar de una cena deliciosa que nos conectó directamente con la cultura local. Los sabores intensos, el calor del caldo, la textura de los fideos… todo nos hablaba de una tradición viva, profunda, que se refleja tanto en la cocina como en las artes marciales.
Un templo de entrenamiento: Ving Tsun Athletic Association
Y como broche de oro del día, esa misma noche visitamos por primera vez la Ving Tsun Athletic Association de Hong Kong. Entrar en ese lugar fue como atravesar un umbral invisible entre pasado y presente. Las paredes estaban impregnadas de historia; el busto de Yip Man, el cartel de VTAA y el mitico Muk Yan Jong nos hacían sentir que estábamos en terreno casi sagrado para nosotros.
Lo que vivimos allí nos impresionó profundamente. Desde el primer minuto, fuimos testigos de un nivel técnico extraordinario. Cada movimiento, cada desplazamiento, cada intercambio en Chi Sau o en formas libres, emanaba precisión, control y economía de movimiento. Pero más allá de la calidad marcial, lo que nos conmovió fue la forma en la que se entrena allí: con naturalidad, sin exhibicionismo, sin necesidad de demostrar nada.

Junto Sifu John Wong en la sede de VTAA en Hong Kong
Como nos dijeron varios de sus miembros: “Aquí no se enseña, aquí se entrena”.
No hay clases magistrales, ni discursos, ni jerarquías visibles. Hay práctica, esfuerzo, repetición, y una profunda comprensión colectiva del arte.
A pesar de ese entorno tan exigente, nos recibieron con los brazos abiertos. Desde el primer momento, fuimos tratados con cercanía, respeto y auténtico cariño. Nos ayudaron en todo: nos corrigieron, nos acompañaron, nos empujaron a mejorar sin arrogancia ni distancias. Se respiraba hermandad. Era como estar entre viejos amigos, aunque acabáramos de conocernos.
Esa combinación de nivel técnico altísimo con un ambiente humano cálido y sin pretensiones es algo rarísimo de encontrar. Y allí estaba, ante nosotros.
En un lugar que muchos consideran la cuna del Wing Chun moderno, tuvimos la suerte —y el honor— de formar parte de esa experiencia, aunque solo fuera por unas horas.
Fue un primer día intenso y lleno de contrastes: del caos aeroportuario al orden del entrenamiento; del bullicio de Mong Kok a la calma de la VTAA; de la incertidumbre a la certeza de estar justo donde queríamos estar. Sabíamos que este era solo el principio de una experiencia transformadora.